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Eco de Maria Reina de la Paz 180 (Marzo-Avril 2005)

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Mensaje del 25 de enero de 2005:
“Queridos hijos, en este tiempo de
gracia os invito de nuevo a la oración.
Orad, hijitos, por la unidad de los cris-
tianos para que seáis un solo corazón. La
unidad será real entre vosotros en la
medida en que oréis y perdonéis. No lo
olvidéis: el amor vencerá solamente si
oráis y así vuestros corazones se abrirán.
Gracias por haber respondido a mi lla-
mada.”
Orad por la unidad
de los cristianos
Padre Santo, custodia en tu nombre a
los que me has dado, para que sean una
sola cosa, como nosotros
(Jn 17, 11b). Así
ora Jesús cuando llega la hora de Su
Sacrificio y también: No ruego sólo por
éstos, sino por los que van a creer en mí
por su palabra: que todos sean uno; como
Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos
estén en nosotros, para que el mundo crea
que Tú me has enviado.
(Jn 17, 20-21).
La oración de Jesús no puede no ser
escuchada por el Padre: y sin embargo hoy
todavía los cristianos no son una sola cosa.
Tras un comienzo feliz en el que la multitud
de los que se habían convertido a la fe tenía
un solo corazón y una sola alma
(Hch 4,
32a) enseguida aparecen las primeras dis-
cordias (1 Cor 1, 11-12) e incluso hoy no
cesa el escándalo de la división de los cris-
tianos. La gran oración de Jesús está todavía
suspendida ante el Padre y quizás espera la
revelación de los hijos de Dios (Rm 8, 19),
el retorno del Hijo del hombre para ser ple-
na y universalmente satisfecha. De hecho el
último enemigo que será aniquilado es la
muerte
(1 Cor 15, 26) y puesto que el divi-
sor siembra muerte, quizás la última batalla
que libre será la de la unidad de los cristia-
nos. Esto no debe llevarnos a una espera
pasiva, sino movilizarnos para que implore-
mos de Dios el gran milagro de hacernos a
todos un hijo único en Su Hijo Jesús.
La oración por la unidad de los cristia-
nos no concluye con el final del octavario y
de hecho María nos pide orad, hijitos, por
la unidad de los cristianos para que
todos sean un solo corazón.
Un solo cora-
zón en el Corazón de Jesús, no con palabras
sino con hechos, con la vida. Que cese la
división entre la criatura y Su Creador, que
cesen las divisiones entre las personas en
los lugares de su existencia, en la familia,
en la sociedad, en el mundo. Que sea rele-
gado al infierno el divisor y que reine
Cristo Jesús. La unidad será real entre
vosotros en la medida en que oréis y per-
donéis.
Sin oración, sin comunión con
Dios, no estamos en condiciones de perdo-
nar verdaderamente; crecer en la oración y
en el perdón para que la reconciliación sea
posible, para que la unidad sea real y no fic-
ticia. Este gran objetivo está al alcance de
todos y todos debemos sentirnos responsa-
bles; orar y perdonar requiere sólo la aper-
tura del corazón y todos podemos pedir esta
gracia a Dios y obtenerla. No hay que tener
dones particulares de sabiduría e inteligen-
cia; es más, a menudo éstos constituyen un
obstáculo porque el Padre ha ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes y las ha
revelado a los pequeños
(Mt 11, 25).
No lo olvidéis: el amor triunfará sólo
si oráis y así vuestros corazones se abri-
rán.
Son palabras sencillas pero de gran
alcance y de significado profundo. La salva-
ción que Cristo nos ha conquistado espera
nuestra aceptación para ser universal y
manifiesta al mundo; hay que orar y ofre-
cerle todo a Dios (corazón abierto), es decir,
completar en la propia carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo
(Col 1, 24).
Esto no debe entenderse como una con-
dena al sufrimiento sino como una prueba
más del gran Amor de Dios que nos quiere
elevar al Hijo. ¡Que venga, oh Padre, Tu
Reino, que es reino de paz y de amor, que
triunfe en el mundo la civilización del
Amor;
nosotros creemos en Ti, nosotros nos
abandonamos a Ti!
Nuccio Quattrocchi
Mensaje del 25 de febrero de 2005:
“Queridos hijos, hoy os invito a ser
mis manos extendidas en este mundo que
pone a Dios en el último lugar. Vosotros,
hijitos, poned a Dios en el primer lugar
en vuestra vida. Dios os bendecirá y os
dará la fuerza de testimoniar al Dios de
amor y de paz. Yo estoy con vosotros e
intercedo por todos vosotros. Hijitos, no
olvidéis que os amo con un amor tierno.
Gracias por haber respondido a mi lla-
mada.”
Dios en el primer lugar
Hoy os invito a ser mis manos exten-
didas en este mundo que pone a Dios en
el último lugar.
Ya en noviembre del año
pasado María nos dirigió una invitación
parecida y la llamada a ser sus manos exten-
didas
suscitó una emoción sincera en las
almas bellas, abiertas para acoger las invita-
ciones y las sugerencias de la Mamá celes-
te. Hoy se repite esta invitación y parece
expresar una urgencia más apremiante y un
campo de acción más amplio. Hoy la invita-
ción tiene como escenario el mundo entero.
Estamos llamados a ser sus manos extendi-
das
ante el mundo entero y la llamada nos
la hace por el hecho de que este mundo
pone a Dios en el último lugar.
Es una cla-
ra invitación a cambiar la situación, a resta-
blecer el primado de Dios en el mundo.
¿Cómo? Convirtiéndonos en las manos
extendidas
de María, es decir, permitiéndo-
le utilizar nuestras manos para socorrer, sos-
tener, elevar, dar de comer, curar, servir,
acariciar, acoger, bendecir.
Ser sus manos extendidas para volver a
poner a Dios en el lugar que le corresponde,
el primero y no el último, y hacer esto en lo
concreto de la vida y no con palabras.
Vosotros, hijitos, poned a Dios en el pri-
mer lugar en vuestra vida.
No basta con
decirlo. Hay que actuar. Nuestro Dios no es
un concepto para expresar sino una
Presencia viva para mostrar; no es una idea
que hay que comunicar sino el Viviente que
hay que testimoniar; no es algo inaprensible
y huidizo, sino el Creador y Aquel que per-
mite la vida. En Él vivimos, nos movemos y
existimos
(Hch 17, 28a). Creado a imagen de
Dios
(Gen 1, 27) el hombre encuentra sólo
en Dios su vida verdadera: cuando me haya
unido a ti con todo mi ser, no habrá para mí
pena ni dolor. Mi vida será verdadera, toda
llena de Ti
(san Agustín, Confesiones).
Si no se orienta a Dios el hombre está
necesariamente desorientado y las seduc-
ciones del mundo, las ilusiones de poder y
de riqueza, no bastan para saciar la necesi-
dad de Él porque tal como la cierva anhela
las corrientes de agua, así mi alma te anhe-
la a Ti, oh Dios; mi alma tiene sed de Dios,
del Dios vivo
(Sal 41 (42)). No hay punto
medio: si Dios no está en el primer lugar,
“Mi alimento es hacer la voluntad
de Aquél que me ha enviado
y realizar su obra”
(Jn 4,34)
Marzo - avril 2005 - Editado: por Eco di Maria, C.P.
27 31030 Bessica (TV)
(Italia) - Tel / fax 0423. 470331
A. 21, N° 3-4; Esd.a.p. art.2,com.20/c, leg.662/96 filiale di MN-Autor.tribun.MN: 8.11.86, ccp 14124226
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acabará tarde o temprano en el último, por-
que no podemos servir a Dios y a mammon
(Mt 6, 24 b; Lc 16, 13 b).
Poner a Dios en el primer lugar, como
hizo Jesús, como hizo María, como hicieron
los santos. No es tan difícil como el tentador
nos hace creer; basta con dar nuestro al
Padre, pero darlo con todo el alma, con todo
el corazón, con todo el cuerpo; darlo con
alegría, con fe, con amor. Sí, Padre, total-
mente tuyo en Jesús y María. Que de hoy en
adelante se cumpla tu voluntad, no la mía,
Padre. Hazme tu hijo en tu Hijo predilecto.
No deseo más que parecerme a tu Hijo
Jesús, para que la humanidad pueda ser
salvada. Héme aquí, Padre, haz de mí un
Hijo único en tu Presencia. Y que su sufri-
miento me sirva como pan cotidiano para
que yo pueda parecerme a Él en todo.
Entremos en esta oración. Vivámosla en
cada instante de nuestra jornada, honrémos-
la en cualquier circunstancia de nuestra vida,
para que toda nuestra existencia sea una ala-
banza al Padre y abandono en su Voluntad,
para testimoniar que nuestro Dios es un Dios
de amor y de paz.
Con su bendición Él nos
dará la fuerza para seguir a Jesús en el gozo
y en el dolor, tanto en el Tabor como en el
Calvario. El amor de María por nosotros es
tierno; esto es, no sólo dulce, sino tierno
como una semilla que está a punto de germi-
nar en nuestras manos extendidas. ¿A qué
esperamos todavía?
N.Q.
¡Sor Lucía está en el cielo!
Fue su deseo desde que la “blanca
Señora” se le mostró en la Cova de Iria, cer-
ca de Fátima en Portugal. Era el lejano 1917
cuando Lucía, con solo 10 años, se encontró
con la Virgen junto a sus dos primitos más
pequeños.
Repetir los ya bien conocidos aconteci-
mientos de Fátima es superfluo, pero en esta
circunstancia vale la pena recordar un hecho
significativo. En uno de sus encuentros ‘La
Señora’
dijo que se iba a llevar pronto al
cielo a Francisco y a Jacinta, pero que Lucía
aún tendría que esperar porque: “Jesús
quiere servirse de ti para hacer que se me
conozca y ame. Quiere establecer en el
mundo la devoción a mi Corazón
Inmaculado”.
La idea de entrada no gustó a la niña,
que hubiera preferido compartir el mismo
destino de Jacinta y Francisco. Pero en esto
reside precisamente la grandeza de su res-
puesta: Lucía permaneció en esta tierra con-
sagrándose a Dios con todo su ser, en lo
escondido y en la oración – a través de la
simplicidad de la vida y sin buscar protago-
nismos – para promover con su propia
inmolación la devoción al Corazón
Inmaculado, tan querida de María.
“Sor Lucía inspiraba confianza por la
paz con que vivía”, afirmó monseñor Joao
Alves, Obispo emérito de Coimbra, “una
paz que residía en la fe y en una unión cons-
tante con Dios”. Esta paz la comunicaba a
todos los que la rodeaban y entraban senci-
llamente en contacto con ella, también epis-
tolar (le gustaba escribir, tanto que ya a edad
avanzada aprendió a usar el ordenador), la
comunicaba a los sencillos y a los “gran-
des”, como a esos Papas que tuvo la gracia
de conocer y que bebieron de ella “pedazos
de Cielo”. En particular Juan Pablo II, que
fue protagonista de una parte de los secretos
de Fátima, de los que Lucía había sido la
depositaria y fiel custode.
El afecto por él duró, correspondido,
hasta el final. Pocas horas antes de morir, la
anciana carmelita recibió un mensaje perso-
nal del Santo Padre que: “habiendo conoci-
do el momento de dolor y de sufrimiento, la
acompaña con su oración y su bendición y
pide a Dios que nuestra querida hermana
sepa vivir este momento con el espíritu
del ofrecimiento pascual”.
Sor Lucía, que
permaneció lúcida y consciente hasta unos
instantes antes de la muerte escuchó el men-
saje con una gran emoción” explica el obis-
po de Coimbra. Ella a su vez estaba preocu-
pada por la salud del Pontífice y pasó los
últimos días en oración por él.
Murío el día 13 de febrero, el mismo
día del mes en que se le apareció la Virgen.
Estaba a punto de cumplir 98 años. ¡Una lar-
ga vida para quien, por el contrario, la
hubiera entregado enseguida en las manos
de María!
red.
El Papa: Icono
del Siervo sufriente
No es fácil hablar del Papa en
este periodo en el que su salud
está amenazada tan seriamente.
Al escribir sobre él, de hecho,
pensamos: ¿cuánto tiempo estará aún con
nosotros? ¿Superará una vez más las difi-
cultades que su cuerpo enfermo le propone
continuamente?
El mundo entero está con el hálito sus-
pendido en estos trances, gracias también a
una masiva acción mediática que monitori-
za cada fatigoso movimiento suyo y exhibe
sin recato los humillantes signos de su mal.
Por otro lado, si por una parte este “primer
plano” sobre los sufrimientos del Papa tiene
un cierto sabor cínico que condesciende con
nuestra necesidad de sensaciones y de “sco-
op”, por otra ofrece un servicio a la parte
más noble y preciosa de su pontificado: la
predicación con el sufrimiento.
“El Papa
también tiene que sufrir”
afirmaba ya en
1994, “para que el mundo vea que hay un
Evangelio, diría, superior, el Evangelio del
sufrimiento”.
Este concepto resulta paradójico en
nuestros días, que se caracterizan por la bús-
queda siempre mayor del bienestar y de la
ilusión de una eterna juventud que, de algún
modo, disimula la idea de la muerte. En rea-
lidad, se prefiere hacer ver que no existe y
nos afanamos por disfrutar cada instante de
la vida para el propio goce.
Es por esto que para guiar a la Iglesia de
estos tiempos Dios ha escogido un hombre
que no se avergüenza de mostrar su debi-
lidad,
sino que por el contrario hace de ello
un signo de fuerza y de ejemplo para la grey
que le ha sido confiada: “También aquí en el
hospital, entre otros enfermos, continúo sir-
viendo a la Iglesia y a la humanidad ente-
ra”, declaró el Santo Padre hace poco.
Es un pensamiento constante que le
acompaña últimamente, como si concentrase
aquí toda su predicación. ¿Es reduccionista?
No, es el centro del mensaje cristiano. Es lo
esencial, porque como dice él mismo: “El
envejecimiento, con sus inevitables condi-
cionantes, así como la enfermedad, acogidos
serenamente a la luz de la fe, pueden con-
vertirse en una ocasión preciosa para com-
prender mejor el misterio de la Cruz, que da
sentido pleno a la existencia humana…”
Su testimonio es evidente, pero también
es evidente el efecto que provoca en todos
nosotros. Porque si es verdad que el mundo
lo amaba cuando al principio de su pontifi-
cado él iba ágilmente de un país a otro como
un auténtico “atleta de Dios” (entre otras
cosas sacudiendo las conciencias con pala-
bras firmes y fuertes), aún más auténtica es
la admiración que el Papa suscita hoy en
todo el mundo, cuando inválido se deja
transportar, manso se deja acariciar, desar-
mado lucha por la paz.
Naturalmente, esta condición, penosa y
disminuida desde el punto de vista humano,
no le quitan nada de aquel temple y deter-
minación con los cuales él ha llevado siem-
pre adelante su apostolado. Y así, todo lo
demás. Juan Pablo II está siempre impacien-
te por volver a su trabajo cuando la enfer-
medad, por la razón que sea lo inmoviliza.
Lo suyo no es ostentación ni protagonis-
mo, ni exhibicionismo, mucho menos prota-
gonismo heroico. Es sólo la expresión de un
sentido profundo de responsabilidad de
quien ha recibido de Dios en custodia una
humanidad extremadamente necesitada de
un padre. “Necesito siempre vuestra ayuda
ante el Señor, para completar la misión que
Jesús me ha confiado”
exclama humilde-
mente en el Angelus del 13 de febrero. Y en
la primera “nota” tras la intervención de tra-
queotomía a la que fue sometido en la tarde
del jueves 24 de febrero el Papa escribió:
“…Pero yo soy siempre Totus Tuus”, con
el que quiso renovar – tierna y vigorosa-
mente – la entrega de sí mismo y de su
Misión en las Manos de la Mamá.
Nunca falta, pues, a sus deberes, incluso
cuando sólo puede levantar una mano o
expresar con un hilo de voz alguna palabra.
Y lo hará hasta el final. Hasta el fondo. A
pesar de los sagaces intentos de “alguno”
que le aconseja retirarse antes de tiempo,
porque: “la Iglesia debe tener una Cabeza
con buena salud”. A éstos el Papa, sin dila-
ción, les responde: “¿Acaso Jesús bajó de
la cruz?”
Continúa así su viaje por la tierra, tenaz
y fiel, subvirtiendo con su comportamiento
la idea de “poderoso”. De hecho, ya es hora
de comprender que la fuerza de la Iglesia
nace de los pequeños, de los últimos, de los
que, en lo escondido, saben ofrecer valien-
temente sus propios sufrimientos por el bien
de todos.
Y es a ellos precisamente a quien se diri-
ge el Santo Padre: “Queridos enfermos, si
unís vuestras penas a los sufrimientos de
Cristo, podéis ser sus privilegiados coope-
radores en la salvación de las almas.
Ésta
es vuestra misión en la Iglesia… Vuestro
sufrimiento nunca es inútil, sino precioso,
porque participa misteriosa pero realmente
de la misma misión salvífica del hijo de
Dios”.
Ésta es su predicación. Éste es su ejem-
plo. Ésta es su vida, hasta la muerte… Un
verdadero icono del Siervo sufriente prefi-
gurado por el profeta Isaías (cfr Is 53, 1ss) y
hoy encarnado en el sucesor de Pedro. Un
gran Papa precisamente porque es capaz de
hacerse pequeño, incluso mendigo:
“…cuento mucho con el valor de vuestras
oraciones y sufrimientos: ofrecedlos por la
Iglesia y por el mundo,
ofrecedlos también
por mí y por mi misión de Pastor universal
del pueblo cristiano”.
S.C.
2
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EL AÑO DE LA EUCARISTÍA
En cuaresma en el desierto:
En la escuela de intimidad y de amor
Si el éxodo es el símbolo del camino del
hombre hacia la perfección, el desierto es su
espacio vital. Es en el desierto donde el
hombre aprende a conocerse, a hacer sus
elecciones: “pongo ante ti dos caminos: el
bien y el mal, escoge”
(cfr. Dt 30, 15.19).
Es en el desierto donde el hombre
madura la oración prolongada y vital,
donde se habitúa a la fatiga de la marcha,
donde aprende a conocer sus límites, su ego-
ísmo, su pobreza, su gula y sobre todo las
cosas escondidas. “Te he conducido al
desierto para ver lo que había en tu cora-
zón”
(cfr Exodo). Pero hay más. El desierto
es la escuela de la intimidad divina, es el
espacio silencioso y sin límites del encuen-
tro con el Absoluto de Dios.
En el desierto la ley se convierte en
Amor y el hombre descubre que Dios es
Persona.
Los Profetas han ayudado al pueblo
de Dios a encontrar esta dimensión madura
de la relación con Yahvé en el desierto y la
relación se ha convertido en amistad, alianza,
coloquio, conocimiento, vida. Sobre todo,
Oseas sabe contar la historia de este encuen-
tro que se convierte en amor conyugal: “Ven,
ven pueblo mío. Ven conmigo al desierto, te
hablaré de amor corazón a corazón”.
La relación Dios-Hombre es una gran
relación de soledad. La oración, la verda-
dera, la crucificada, te conducirá allá y allá
se consumirá como llama de amor.
El desierto es verdaderamente el lugar
de Dios, y es el lugar donde el hombre
aprende a convertirse en Dios.
Hijo de
Dios, se entiende, pero de la misma natura-
leza de Dios. Quien llevará a cabo la trans-
formación es la caridad y cuando ésta reine
ya no harán falta ni la fe ni la esperanza,
pues su misión se habrá agotado.
El desierto es pues la marcha del hom-
bre hacia la Tierra prometida, el lugar
donde se ha evidenciado el absoluto de Dios
y donde el hombre ha aprendido a estar con
Él, a hablar con Él, a orar con Él y a cono-
cer la misericordia y el corazón del Padre, su
realidad que es amor, sólo amor, todo amor.
Del desierto se sale con la certeza de
que Dios camina con el hombre, que busca
al hombre, que del hombre es el Todo y que
no hay otro Dios fuera de Él.
(de: Un camino sin fin – Carlo Carretto)
Por un extraño
juego de reflejos
“He aquí el Cordero de Dios…”, pro-
nunciaba el sacerdote elevando la hostia ya
troceada, tras haber acogido en sus manos el
sacrificio de Cristo. Por un extraño juego de
reflejos una luz procedente quién sabe de
dónde, se reflejaba a través de la patena en la
hostia, haciéndola sorprendentemente lumi-
nosa. Parecía casi que la luz proviniese de su
interior: era fuerte, clara, intensa.
Fue entonces que experimenté algo de lo
que había oído hablar pero que sólo en aquel
momento comprendía en su verdad profun-
da: “Jesús es luz, luz purísima, luz increada,
y esta luz entrará en mí cuando abra los
labios para acoger la Eucaristía”.
Pensaba en esto mientras un sutilísimo
entusiasmo penetraba en mi mente y en mi
corazón con la idea de que la profundidad de
mi ser – interiormente oscuro, apagado,
oscurecido por la sombra del pecado, el mío
y el del mundo – pronto iba a cambiar de
aspecto. “Si en esta oscuridad mía dejo
entrar la luz todo será distinto”, me decía.
“Cuanto más me abra, más me invadirá.
Cuanto más vacía esté de mí, más colmada
estaré…” Y con estos sentimientos me dis-
puse a comulgar.
Una nueva conciencia se abrió en mi
mente y se quedó en el fondo del alma cuan-
do llegué a mi lugar: aquel pan sutilísimo
que poco a poco se iba deshaciendo en mí
contenía la misma Luz que en su momento
había vencido a las Tinieblas.
Ocurrió aquel día en el sepulcro. El
tercer día, para ser exactos, después de la
Pascua.
El cuerpo de Jesús exánime se apo-
yaba sobre la piedra. Había oscuridad en
aquella tumba. En realidad, como en todas,
porque la oscuridad es el adorno que la muer-
te siempre lleva consigo. Es una especie de
atributo que la caracteriza y a la que le gusta-
ría imponerse en nosotros para siempre.
Pero aquel día algo definitivo cambió
nuestro destino. Aquel día fueron las tinieblas
las que se sumieron en su propia muerte. No
hubo escape para ellas. Fueron vencidas.
Aplastadas por una luz potentísima que irra-
dió de aquel cuerpo muerto en la cruz. Y atra-
vesando todas las fibras, lo devolvió a la vida.
Acontecimiento inaudito. Acontecimien-
to increíble. Acontecimiento salvífico. Sí,
porque aquel día la corrupción fue erradica-
da de la existencia humana. De una vez por
todas. Y fue obligada a ceder el puesto a un
nuevo proceso que cambiaba las suertes: la
resurrección.
“De esta noche se ha escrito:
la noche resplandecerá como el día, y será
fuente de luz para mi delicia”,
canta el
Exultet de Pascua. “Que se goce la tierra
inundada de tan gran esplendor: la luz del
rey eterno ha vencido las tinieblas del mun-
do”.
Ésta es la luz con la que está amasa-
da cada hostia que se convierte en
Eucaristía.
Ésta es la Luz que nosotros asu-
mimos cuando nos comunicamos. Una luz
capaz de irrumpir en el sepulcro de nuestras
muertes cotidianas – las pequeñas y las gran-
des – y de darnos de nuevo la vida. La vida
resucitada. La vida redimida.
Proviene del Padre y, a través del
Espíritu, se hace cuerpo del Hijo para que
nosotros seamos su morada. “Vosotros sois
la luz del mundo”,
nos asegura el Maestro.
Pero luego añade: “no puede ocultarse una
Pan para el cuerpo
y para el espíritu
El alimento nutre nuestro cuerpo, pero
lo que también nutre y restaura es la
comunión
entre los que participan de la
comida. Comer juntos es un gesto que expre-
sa estima, disponibilidad al diálogo, acogida,
ánimo, perdón, fiesta. Por esto los aconteci-
mientos importantes de la vida se celebran
con una comida compartida.
Jesús nos enseña a pedir “nuestro”
pan de cada día: no sólo para mí, sino para
todos. Nos dispone así a percibir el hambre
de todo hombre, a tener presentes a los innu-
merables hambrientos del mundo. Al pedir el
pan cotidiano, le pedimos a Dios no quedar-
nos encerrados en el egoísmo o en la resig-
nación estéril frente al hambre de los hom-
bres, sino que le pedimos aprender a com-
partir nuestro pan para convertirnos en servi-
dores y testimonios de su amor y de la digni-
dad de cada hombre.
Pero el hombre no vive sólo de pan: tie-
ne hambre de valores, de lucidez, de espe-
ranza, de fe, de libertad, de paz, de infinito,
de eternidad, de vencer a la muerte. El hom-
bre tiene necesidad de ser alimentado tam-
bién por un Dios que entra dentro de él, que
da sentido a los días, que comprende las
lágrimas, que garantiza la capacidad de
amar, que perdona, que ayuda a no dejarse
aplastar por las propias cargas y a llevar las
de los demás. Dios suscita en nosotros hacia
esto un deseo vital como el hambre y la sed.
Dios Padre nutre esta hambre nuestra espiri-
tual sobre todo con el pan de su palabra.
En la Biblia el pan se convierte tam-
ciudad colocada en la cima de un monte. Ni
tampoco se enciende una lámpara para
ponerla debajo del celemín, sino sobre el
candelero, para que alumbre a todos los que
están en la casa. Brille así vuestra luz delan-
te de los hombres…”
(Mt, 5, 14).
La invitación es clara. No podemos igno-
rarla quedándonos en la penumbra de nuestro
egoísmo, o en una devoción individualista,
para disfrutar el don sólo nosotros. Por el con-
trario, debemos ser más bien audaces anun-
ciantes de ese Misterio que ha abierto los
cerrojos de la muerte y nos ha hecho inmorta-
les. Sin temer quedar expuestos y mostrar al
mundo lo que debemos ser: sal – o mejor –
cristianos que saben de Cristo. Y también:
hombres y mujeres hechos de esa única Luz
capaz de llamar a cada cosa a la existencia.
Sentada en el banco de la iglesia, inmer-
sa en mi reflexión, me di cuenta de que aque-
lla Luz con su entrada me estaba cambiando
poco a poco. Incluso transfigurándome, pues
todo lo que poco antes estaba lleno de som-
bra, ahora resplandecía de golpe.
Tuve la sensación de ser yo aquella lám-
para que había que poner en la cima del mon-
te, sin abrigo alguno, para que la fuente
luminosa que ahora estaba en mí pudiese
alcanzar horizontes lejanos.
Pero había algo que yo debía hacer
mientras brillaba con una luz que no era
mía:
la tenía que proteger para que no se apa-
gase. Protegerla de los vientos y de las tem-
pestades, de todos aquellos espíritus que
odian la Luz. Convertirme en una custodia,
como un tabernáculo hace con el Santísimo
Sacramento. Ésta era mi respuesta a tanta gra-
cia. Sencilla y decidida. Una respuesta que,
repetida cada día, se convierte en conciencia,
responsabilidad y por lo tanto, misión.
Stefania Consoli
bién en signo que prefigura la meta gozo-
sa de la historia; un banquete
en el que
cada uno se encontrará frente a frente con el
Señor que saciará toda hambre. Pedir el pan
cotidiano es pedir no acabar en la nada, sino
ser acogidos por Dios Padre en su casa para
formar parte para siempre de su familia.
Nuestro pan cotidiano nos recuerda también
aquel pan que Jesús nos dejó en la última
cena, la Eucaristía.
Pidamos al Padre que nuestras comi-
das familiares nos preparen para reunir-
nos con la Iglesia para la comida eucarís-
tica
o que sean una prolongación de la comi-
da eucarística que hemos celebrado.
Dándonos ese pan, Jesús introduce en noso-
tros la fuerza del Espíritu que nos comunica
la vida divina, esto es, la vida plena y defini-
tiva. Es el momento de recordarlo: la
Eucaristía es un alimento que nos permite
vivir aquí como hijos de Dios Padre y como
hermanos entre nosotros, es sostén para una
vida que tendrá su pleno cumplimiento con
nuestra resurrección.
Lorenzo Zani
3
Eco 180
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¿Qué quería decirnos
hace 10 años?
¿Qué significaban aquellas lágrimas
de sangre que se deslizaban por su
rostro? Han pasado 10 años desde que en
Civitavecchia una estatuilla de la Virgen
comprada en Medjugorje comenzó a llorar
sangre,
al principio ante la mirada de una
niña de 5 años. No es la primera vez que ocu-
rre un fenómeno similar, pero aquí lo excep-
cional es que más tarde esto volvió a ocurrir
en las manos de un obispo que en un primer
momento estaba completamente escéptico y
contrario. Escribe Mons. Grillo en su memo-
rial: “Me vi obligado a rendirme a este mis-
terio. Pero mi convicción aumentó cada vez
más viendo sus consecuencias benéficas. El
Evangelio nos da un criterio: juzgar por los
frutos la bondad de un árbol.
Aquí, los fru-
tos espirituales son extraordinarios… Las
personas experimentan una gran necesidad
de conversión. Más de un millón de familias
desestructuradas
por divorcios o separacio-
nes se han recompuesto… Muchas mujeres
han obtenido la maternidad deseada.
Muchos, finalmente, pidieron el bautismo”.
Los expertos a los que se les confió el
estudio del caso – diversos en sus competen-
cias y creíbles por su seriedad profesional –
se expresaron de modo positivo y elocuente:
Todo, dicen unánimemente, hace pensar que
en aquel rincón de la tierra en las puertas de
Roma
ha tenido lugar un acontecimiento que
no tiene explicación humana y que nos
devuelve al misterio de lo Sobrenatural.
Ahora le queda a la Iglesia la respuesta
final.
Stefano de Fiores, uno de los mayores
especialistas vivo en estudios dedicados a la
Virgen ha afirmado: “En Civitavecchia no
hay otra explicación lógica y sostenible más
que la aceptación de una intervención divina”
y luego añade: “Aquí está el dedo de Dios”.*
la pequeña de Nazareth, hasta la Magdalena
– la mujer que lo siguió en el horror de la
cruz pero que tuvo también el privilegio de
ser el primer anuncio de resurrección. Y
luego todas las demás, figuras de fondo o de
primer plano, que acompañaron e hicieron
fecunda la acción pública del Mesías.
Esta mirada al evangelio nos llevaría a
pensar que la Iglesia, esposa amada de Cristo,
se comportaría del mismo modo con esas
mujeres que forman las tramas más sutiles de
su tupido tejido, ya sean consagradas o laicas.
Sin embargo, no siempre es así, si bien su
Pastor, el querido y buen Papa, ha exaltado
repetidamente y con tono cálido el genio
femenino
como elemento indispensable en la
vida del mundo y de la Iglesia. El hecho es
que una visión todavía fuertemente clerical
y machista
a menudo relega a la mujer a
papeles serviles y secundarios, mal interpre-
tando el Corazón de Dios, que por el contra-
rio mira a la mujer con ojos enamorados y
admirados, agradecido por su capacidad de
amar incluso si no se siente amada y de gene-
rar cuando otros la querrían estéril.
¿Quién sabe por qué es tan “temida”?
¿Quizás porque es incapaz de callarse ante
la hipocresía y la mentira? ¿O quizás porque
su innata gratuidad contrasta con la difusa
búsqueda de poder?
No siempre es así. Está claro. Se ha
hecho mucho en estos años y son muchas las
voces femeninas que se expresan en la
Iglesia de modo autorizado y apreciado.
Pero aún hay mucho que hacer para devol-
ver a la mujer lo que le ha sido sustraído a lo
largo de los siglos y que se ha ido transmi-
tiendo durante demasiadas generaciones.
No es difícil. Basta con imitar a Dios,
que desde hace muchos años se hace espe-
cialmente presente en Medjugorje a tra-
vés de una mujer,
su Madre, fiándose de
ella y de su capacidad de ser siempre y en
toda ocasión Reina de paz.
sor Stefania Consoli
Dios no pensó así a la mujer
Dios la creó a su imagen, tal como había
hecho con el hombre. Una única imagen
que sin embargo llevaba consigo una clara
distinción: “varón y hembra los creó”
,
cuenta el libro del Génesis. En ella puso esas
partes de sí mismo que proceden directa-
mente de los estratos más profundos de su
Ser divino: la sensibilidad, la intuición, la
ternura, la capacidad de entregarse incondi-
cionalmente y sin pedir cuentas; la fortaleza
de ánimo junto a la belleza limpia de un
cuerpo que se convierte en dulce acogida y
dispensador de vida.
Sin embargo, desde siempre la mujer
sufre los golpes derivados de otra mentali-
dad
que tiende a relegarla a un plano de infe-
rioridad atávica, sumisión y marginación. Y
esto no estaba en el pensamiento de Dios.
Tenemos pues que admitir con honestidad
que esto es sólo un producto del hombre.
No estamos diciendo nada nuevo. Hace
décadas que se habla de esto. Pero hoy nos
preguntamos: ¿qué es lo que está cambian-
do realmente?
¿Cuánto de lo que se ha
escrito, dicho o debatido ha servido para
transformar el destino de millones de muje-
res que aún hoy viven en condiciones de
esclavitud, abuso o ignorancia?
La respuesta la dejamos a la concien-
cia de cada uno de nosotros, pero también
a los datos que las organizaciones sociales
difunden con valentía para denunciar las
diversas plagas que afligen al universo
femenino. Comenzando por el torpe merca-
do ligado a la prostitución, que llena las
arcas de hombres de mala fe, que se aprove-
chan de la buena fe de tantas mujeres, sin
medios, cultura, futuro e incluso de la propia
dignidad sexual, arrancada con violencia
cuando todavía son niñas y que las hace sen-
tirse inmerecederas de un destino mejor.
Muchas menores de edad. Muchas desespe-
radas. Todas engañadas. A menudo también
raptadas, para luego ser vendidas y satisfa-
cer así el insaciable egoísmo masculino.
Y también: la terrible mutilación infligi-
da desde la infancia a millones de mujeres
africanas, que les impide la gozosa partici-
pación del amor en todas sus expresiones –
físicas y emotivas – pero que garantiza al
hombre su posesión exclusiva.
Y también: el patriarcado vivido
en muchos países o religiones como
ley indiscutible, que coloca a la
mujer en una categoría inferior, de
escaso valor y por tanto no apta para
profesiones públicas o para tener las
mismas responsabilidades que los
hombres. Entre todas éstas, segura-
mente demasiadas, mujeres que ni
siquiera tienen derecho de mostrar su
propio rostro…
Nos paramos aquí. La lista sería dema-
siado larga y dolorosa. El día dedicado a las
mujeres – el 8 de marzo –
como cada año ha
vuelto a encender las luces de un escenario
que podría hacer resplandecer al mundo con
su belleza, y que sin embargo lanza sombras
siniestras sobre nuestra humanidad. Ese día,
como flores de mimosa que caen, se hace
alarde de un interés solidario. Pero pronto se
recae en un silencio cómplice.
No nos toca a nosotros juzgar. Sólo nos
limitamos a decir: así no la había pensado
Dios…
Basta con ver el modo con que
Jesús, el Dios-con-nosotros hizo a la mujer
parte integrante de su propia vida y de su
propia misión. Comenzando por su Madre,
Sus lágrimas…
Un niño preguntó a su madre: - Mamá,
¿por qué lloras?
Ella le respondió: - Porque soy una mujer…
- Pero… no te entiendo. – La madre se incli-
nó hacia él y abrazándolo le dijo:
- Amor mío, tú nunca podrás entenderlo…
Más tarde el niño preguntó al padre:
- Papá, ¿por qué a veces mamá llora sin
motivo? El hombre respondió: - Todas las
mujeres lloran siempre sin motivo alguno…
- Era todo lo que el padre supo responder…
El niño creció y se hizo un hombre… y
aquella antigua pero significativa pregunta
se volvía recurrente…: ¿Por qué las mujeres
lloran, sin motivo alguno?
Un día se arrodilló y le preguntó a Dios:
- Señor, ilumíname. ¿Por qué las mujeres
lloran con tanta facilidad? –
Dios le respondió: “Cuando creé a la
mujer, quise hacer algo muy especial. Hice
sus espaldas especialmente fuertes, capaces
de soportar el peso del mundo entero…
¡pero también especialmente delicados para
confortarlo! Le di una inmensa fuerza inte-
rior para que pudiese soportar los dolores de
la maternidad y también ese desprecio pro-
cedente muchas veces de las propias criatu-
ras. Le di una fuerza que le permite ir siem-
pre adelante, asistiendo a su familia, sin que-
jarse, a pesar de la enfermedad y el cansan-
cio, incluso cuando los demás se rinden.
Le di una gran sensibilidad para amar a
sus hijos, en cualquier circunstancia, incluso
cuando éstos la pudieran ofender profunda-
mente… Esta sensibilidad le permite alejar
cualquier tristeza, llanto o sufrimiento de la
niñez y compartir las ansiedades, las dudas y
los miedos particulares de la adolescencia.
Sin embargo, para soportar todo esto, hijo
mío, le di lágrimas que son especialmente
suyas, para que las use cuando quiera. ¡Las
lágrimas la hacen más sensible y rica de
buenos sentimientos! Al derramarlas, la
mujer enriquece cada lágrima con un poco
de amor. ¡Estas gotas se evaporan en el aire
y salvan la humanidad!...”
Este niño hecho hombre respondió con
un respiro profundo… - Ahora comprendo
ese inmenso sentimiento de mi madre, de mi
hermana, de mi esposa y de toda mujer…
Gracias Señor por haber creado a este ser
maravilloso, único e insustituible: LA
MUJER”
Anónimo
“…cuidaos mucho
de hacer llorar a una mujer,
¡que Dios después cuenta sus lágrimas!
La mujer salió de la costilla del hombre,
no de los pies para ser pisoteada,
ni de la cabeza para ser superior,
sino del costado para ser igual…
Un poco por debajo del brazo
para ser protegida
y del lado del corazón para ser
Amada…”
Del Talmud
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Filomena y Paulina:
Una santidad en lo femenino
Santa Filomena, martirizada durante la
cruel persecución de Diocleciano, no fue
conocida hasta principios del siglo XIX,
cuando su tumba fue descubierta en las anti-
guas catacumbas de santa Priscila en Roma.
Pero el descubrimiento no reveló mucho del
pasado de la joven, excepto la edad (unos 12
ó 13 años), el nombre (Filumena) y el hecho
de que fue martirizada.
No había documentación sobre una vir-
gen mártir con ese nombre, pero Jesús, qui-
zás – que “guarda el buen vino para ahora”
(cfr Jn 2, 10) – quería tenerla escondida has-
ta nuestros días, pues una vez “descubierta”
Dios comenzó casi inmediatamente a reali-
zar una gran cantidad de milagros por medio
de su intercesión. Naturalmente, enseguida
fue muy conocida, amada e invocada.
Fue sólo en base a su “poderosa interce-
sión” – y de modo excepcional – que adqui-
rió el reconocimiento oficial de la Iglesia, que
la proclamó Santa después de 35 años, privi-
legiándola con una misa y oficio en su honor.
Entre sus devotos numerosos papas y santos
El Papa Gregorio XVI autorizó la devo-
ción pública de esta santa proclamándola
“Patrona del Rosario Viviente”, una obra
fundada por la venerable Pauline Jaricot. Pío
IX la proclamó “Patrona de los Hijos de
María”
mientras que entre los numerosos
santos que la han venerado aflora el nombre
del santo Cura de Ars (Juan María Vianney),
que le tenía una tierna devoción, atri-
buyéndole los numerosos milagros
que tuvieron lugar en Ars, incluida su
misma curación milagrosa. Él reco-
mendaba a todos que pidieran su
intercesión, y difundió la devoción a
Filomena también como auxilio de
los sacerdotes misioneros.
Su preciosa reliquia se conserva
en el Santuario Sta Filomena en
Mugnano del Cardenal (provincia de
Avellino, no muy lejos de Nápoles –
I ), y su fiesta principal es el 11 de
agosto; pero este año tiene lugar el
bicentenario del traslado de su cuer-
po que tuvo lugar el 10 de agosto de
1805. Es, por lo tanto, un año especial, segu-
ramente muy rico en gracias para quien
invoca a esta dulcísimo santa. “Muy amada
por la Reina de los Mártires, la intercesión
de Santa Filomena sigue siendo muy pode-
rosa cerca de Dios,” asegura el Rector del
Santuario, Mons. Braschi.
Sanó a la fundadora del “Rosario viviente”
Otra devota suya fue la joven y extraor-
dinaria mujer la ven. Pauline Marie
Jaricot,
de Lyon (Francia): Terciaria domi-
nica, contemporánea del Santo Cura de Ars,
que fue su guía espiritual.
Tenía un gran sufrimiento por un proble-
ma en el corazón, peregrinó – acompañada –
con extrema dificultad y mucha valentía
hasta Roma para ver al Papa. Pero su condi-
ción era tan deplorable que no conseguía
moverse de la cama del convento donde se
alojó, y entonces el Santo Padre se desplazó
a verla. Después de algunos días se puso de
nuevo en camino y fue al Santuario Sta
Filomena donde Paulina fue casi instantánea
y milagrosamente sanada. Volvió a ver al
Papa para mostrarle el milagro; un gesto que
aceleró la autorización para el culto a la
joven mártir.
Mujer de gran talento, desde pequeña,
Paulina deseaba ayudar a los pobres y difun-
dir el amor de Dios. Era aún joven cuando
comenzó un trabajo que desde entonces no
ha cesado de crecer en todo el mundo. Tras
haber quedado impresionada por la condi-
ción de los pobres y por la miseria de los que
no conocen a Dios, Pauline creó una “colec-
ta” benéfica para la actividad misionera de
la Iglesia. Se le ocurrió pedir a diez amigas
un pequeño sacrificio, pidiendo a cada
una que encontrase otras diez.
De este
modo – decía – ayudamos a quien está nece-
sitado y contribuimos a unirnos a Dios. Fue
así como comenzó la Obra de la
Propagación de la Fe.
Algún año antes había dado vida al
“Rosario viviente”; siguiendo el mismo sis-
tema, pidiendo a sus amigas que encontra-
sen otras amigas dispuestas a rezar, si no
todo el Rosario, al menos una parte, una
decena, cinco decenas… El Rosario
Viviente fue confiado al patrocinio de S.
Filomena
por el Papa Gregorio XVI que
dijo a Paulina: “Orad a Sta. Filomena, todo
lo que se le pide se obtiene.”
Pauline Jaricot organizó también un pro-
yecto social basado en los valores cristianos
a favor de la clase obrera. “Su proyecto no
prosperó, pero preparó misteriosamente el
camino en el empeño social de la Iglesia que
sería luego desarrollado en la encíclica de
León XIII Rerum Novarum”, escribió Juan
Pablo II en su Carta al Arzobispo de Lyon
con ocasión del bicentenario del nacimiento
de Pauline. En la misma carta el Santo Padre
elogia su fortísima voluntad de
iniciativa que estaba enraizada
en el amor a la Eucaristía: “Su
vida cotidiana estaba ilumina-
da por la Eucaristía y por la
adoración al Santísimo.
Muy
pronto manifestó el deseo de
convertirse
en una
“Eucaristía viviente”, de
estar llena de la vida de Cristo
y de unirse profundamente a
su sacrificio, viviendo de este
modo las dos dimensiones
inseparables del misterio euca-
rístico: la acción de gracias y
la reparación.
Es lo que hizo
exclamar al Cura de Ars: “Conozco a
alguien que tiene cruces muy pesadas y que
las lleva con un gran amor: es la señorita
Jaricot. Su espiritualidad se caracteriza por
su deseo de imitar a Cristo en todas las
cosas”.
Pauline demostró ser una auténtica discí-
pula de Cristo, tal como escribía el Papa
León XIII: “… en virtud de su fe, de su con-
fianza, de su fuerza de ánimo, de su dulzura
y de la aceptación serena de todas las cru-
ces”. Nacida en Lyon el 22 de julio de 1799,
conoció la humillación y la pobreza en los
últimos años de su vida, que terminó el 9 de
enero de 1862.
La causa de su beatificación y canoniza-
ción ya está iniciada. Pero antes de que esto
tenga lugar, la Iglesia espera la confirmación
divina en forma de milagros. Así pues, invo-
quémosla con mucha confianza para hacer
que estos milagros lluevan del Cielo para la
gloria de Dios y el bien de la Iglesia, de la
que somos miembros. Convirtámonos –
como a ella le gustaba decir – “en cerillas
que encienden el fuego”.
Beverley K. Drabsch
El alimento nos viene de ella
Cada madre que acoge un niño en su
seno está con él durante el embarazo. Así
comienza la aventura de su conocimiento
íntimo. Cuando nace, alimenta a su pequeño
con su propia leche, hacia los seis meses
comienza con las papillas semilíquidas y
cuando le salen los primeros dientes
comienza con las comidas más sólidas. Lo
acompaña en el crecimiento, disminuyéndo-
se para que se desarrolle el hijo, para hacer-
lo autónomo y para que un día sea, a su vez,
padre. Ella desaparece para dejarle espacio a
él, pero sin olvidarlo nunca delante de Dios,
dispuesta a estar a su lado discretamente en
los momentos fundamentales de su vida,
atenta a recoger lo que el Espíritu Santo, en
el tiempo, le indicará para aquella criatura
que le ha confiado.
Así se comporta María, nuestra
Madre, en Medjugorje. Acoge a muchísi-
mos hijos que no han conocido nunca el
amor de Dios, despierta a otros que lo han
olvidado y los da a luz a la vida divina. En
un primer momento se preocupa de limpiar-
los del pecado, y luego intercede y obtiene
para ellos el entusiasmo y la alegría, frutos
del Espíritu Consolador.
Los alimenta pues primero con la dulce
leche y a continuación les prepara una comi-
da más sólida, acompañándolos personal-
mente en su recorrido, poniéndolos en guar-
dia de la acción de satanás y de los posibles
errores, indicando las equivocaciones y los
peligros eventuales, para que puedan atrave-
sar concretamente cualquier mal del mundo
para vencerlo con Cristo.
Es lo que ocurre en casi 24 años de
apariciones: María continúa dando leche a
los hijos recién nacidos y alimento sólido a
los que han elegido crecer. Por esto ha dado
vida a diversas realidades que tienen la
misión de distribuir los alimentos necesa-
rios
para las múltiples necesidades de sus
hijos, igual que la madre de una familia
numerosa, que está atenta a las necesidades
de los más pequeños, de los que estudian, así
como de los que trabajan o de los que están
enfermos…
En Medjugorje encontramos muchas,
comenzando por la Parroquia hasta las
diversas Comunidades de los consagrados y
a las Obras caritativas que viven y trabajan
en el Santuario de la Reina de la Paz.
Personalmente me siento atraída por una
realidad que quiere profundizar en los con-
sejos que la Virgen dio al grupo de Oración
de Medjugorje, a través de Jelena y Marijana
Vasilj. Es un camino en el que la Virgen nos
conduce a ofrecer la propia vida a Jesús a
través de su Corazón Inmaculado, ante todo
como individuos y luego juntos, en un
pequeño grupo que llamamos “fraternidad”.
En un mensaje del 25.02.1988 se leen clara-
mente los rasgos de esta llamada:
“Testimoniad con vuestra vida y sacrificad
vuestras vidas por la salvación del mun-
do…”,
decía.
Y nosotros, juntos, nos comprometemos
en hacerlo. Somos personas muy distintas
por el origen, nacionalidad, cultura y clase
social. María nos ha llamado en Medjugorje
de los lugares en que vivíamos y donde cada
uno se empeñaba en afrontar su pequeña o
gran dificultad. En aquel lugar de gracia el
Noticias de la tierra bendita
5
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Espíritu Santo nos ha hecho experimentar el
encuentro con el Dios vivo y con la Mujer
viva, con el poder de la comunión, para con
ellos poder afrontar y vencer al Maligno pre-
cisamente en las tribulaciones que estába-
mos viviendo.
Ofreciendo nuestra disponibilidad
total a Dios, unidos a Cristo y a su cruz,
muerte y resurrección,
experimentamos
continuamente una verdadera y auténtica
elevación que nos lleva al Padre. La Santa
Misa, que luego se transforma en vida, es el
lugar donde se realiza este paso.
En este camino se han vencido numero-
sas y difíciles batallas. No ha sido siempre
fácil, pero el ejemplo de los demás nos
impulsa a ir adelante y a mantener la paz en
lo hondo del corazón, junto a la fe, la espe-
ranza y el amor en cada prueba de la vida. A
medida que avanzamos las adversidades con
las que nos encontramos son cada vez
menos motivo de juicio, de condena o deses-
peración, porque a través del ofrecimiento
“por Cristo, con Cristo y en Cristo” se con-
vierten en un paso hacia una “vida nueva” y
son una ocasión de salvación para nosotros y
para los demás. Y en todo esto María conti-
núa caminando a nuestro lado.
Elena Ricci
Así es como María me
invitó a su casa…
Aún recuerdo la primera vez que
encontré el Eco de María en la capilla sub-
terránea de la iglesia greco-católica de mi
ciudad. Era el año 1997 en una pequeña
ciudad del centro-norte de Rumanía
y yo
aún no había cumplido 17 años. Para mí, que
estaba hambriento de una palabra viva y el
deseo de encontrar a gente que sintiese mi
misma sed de eternidad, esta pequeña publi-
cación fue un grandísimo don. Sentí ense-
guida que aquellos mensajes de la Virgen me
nutrían, me liberaban, me sumergían en una
Luz que lo colmaba todo en mí. Y luego los
artículos en los que las personas hablaban de
su experiencia de Dios o explicaban aconte-
cimientos cotidianos – o particulares – de la
vida de la Iglesia me hacían gozar inmensa-
mente porque comprendía que no era la úni-
ca que tenía este gran deseo de Dios, de san-
tidad, de entregar completamente mi vida,
sino que era parte de un cuerpo, del
Cuerpo de Cristo
que tendía con todas sus
energías al Padre.
Así, escribí a la hermana (sor Anka
q.e.p.d.) que traducía el Eco del italiano,
para poder recibirlo regularmente. Más tarde
ella me envió el libro “Vivid el amor” que
contenía los mensajes de Medjugorje.
Comencé a leerlos junto a mi hermana, a
rezar el Rosario completo todos los días, a
ayunar los miércoles y viernes, y a ir a Misa
con la mayor frecuencia posible.
Aprendimos también a consagrarnos al
Corazón Inmaculado de María y al Corazón
de Jesús con aquellas oraciones que la
Virgen misma había dado a través de Jelena.
Y si al principio me parecían oraciones
como todas las demás, enseguida me di
cuenta que la consagración no era una sim-
ple oración, sino algo que cambiaba comple-
tamente mi día: era un ofrecimiento total, un
abandono a Dios a través del cual Él guiaba
mi vida, la llevaba a cumplimiento y la lle-
naba de sí. En resumen, ¡era una Vida com-
pletamente distinta!
Y así, viviendo los mensajes, sentimos
crecer en nosotras el deseo de ir a
Medjugorje,
de encontrar más profunda-
mente a Aquella que cambió nuestras vidas y
nos había unido en su amor. Pero tuvo que
pasar un tiempo antes de que nuestros deseos
se realizaran. Nuestros padres se oponían. Por
muchos motivos: Medjugorje se encontraba
en una zona de guerra, las luchas aún no habí-
an cesado del todo, estaba demasiado lejos
(¡una noche y un día y medio de viaje!)… Y
luego no comprendían el motivo de nuestro
deseo porque ellos no vivían la fe y no iban a
la Iglesia. Finalmente había otro aspecto a
tener en cuenta: no costaba poco, sobre todo
para una familia con muchos hijos.
A sus rechazos repetidos, recuerdo que
le decía a mi hermana – que me parecía estar
más afligida que yo por no poder ir – que
nosotros podíamos seguir viviendo
Medjugorje en casa, que nuestro Medjugorje
estaba allí, sobre el altar, cuando íbamos a
Misa y que en la Eucaristía está todo: Jesús
y María junto con todo el Cielo.
Recuerdo que para mí era verdadera-
mente así: cuando vivía las palabras de
María, La sentía dentro de mi corazón cada
vez más viva, y nada podía quitarme ese
gozo, ni siquiera el hecho de no poder ir a
visitarla a su casa. De hecho, ¿no era esto lo
que la Reina de la Paz nos había enseñado?
Vivir cada día con Ella, poner al Cristo en el
centro de nuestras vidas, hacer de Él nuestra
alegría más grande y nuestro todo…
Así pues llegué a Medjugorje por pri-
mera vez, sólo en el 2000, junto a un grupo
de jóvenes para el festival del año jubilar. Y
me encontré enseguida en casa: el silencio,
los mensajes, el Rosario completo, la
Liturgia cotidiana, la adoración
eran
cosas que ya formaban parte de mi vida,
pero allí pude experimentarlas más profun-
damente. Pude dedicarme a éstas, por así
decirlo, a tiempo completo. Muchos busca-
ban signos, hubieran querido ver a la Virgen,
iban de un vidente a otro; pero yo percibía a
la Virgen hasta en el aire que respiraba, sen-
tía cada vez más fuerte la necesidad de orar,
orar, orar,
de estar con Ella, de escucharla,
de imitarla.
Cuando volví a casa entré a formar parte
de un grupo de oración que había nacido
precisamente en Medjugorje, y que ponía en
el centro la adoración eucarística y la ora-
ción. Estaba en el tercer año de universidad,
tenía que estudiar mucho y ante mí se abrían
muchas perspectivas, pero yo sentía que mi
vida estaba allí: en la oración, en el ofre-
cimiento total de la vida –
tal como la
Madre había dicho en Medjugorje. Sentía
que “es allí donde yo puedo dar más a la
humanidad”:
en la adoración, en la oración,
en la contemplación, es decir, en el encuen-
tro con el Dios vivo porque es allí donde se
purifica mi corazón y donde yo puedo dar el
amor más grande
al mundo. Sentía cómo
María me atraía cada vez con más fuerza a
Cristo. Resonaban en mi corazón las pala-
bras: “Gracias por haber respondido a mi
llamada”
y sentía que yo aún no había res-
pondido plenamente a su llamada. No lo
había dado todo, todo realmente.
En los dos años siguientes volví seis
veces a Medjugorje para pedir luz y com-
prender cómo podía entregarlo todo, y cada
vez fue María la que se encargó del dine-
ro, del viaje, del alojamiento;
a veces
incluso de forma incomprensible y comple-
tamente sorprendente. Y todo para llevarme
allí, a aquel lugar al que Dios Padre la había
enviado para recordar a sus hijos “el camino
de la paz” y para ayudarlos a caminar, “en
santidad y justicia”, hacia la plenitud de la
vida. Porque Ella sabía que si yo encontraba
y tocaba el infinito amor del Dios Vivo no
iba a desear nada más en esta tierra que
entregarme completamente a Él y ponerme a
Su servicio.
Ahora estoy consagrada en una comu-
nidad contemplativa que conocí precisa-
mente en Medjugorje,
y en el silencio de la
oración, a través del Corazón Inmaculado de
la “Toda Santa”, ofrezco mi vida por la sal-
vación del mundo para que puedan cumplir-
se los planes de Dios para la humanidad de
hoy. Ruego para que cada hombre pueda
acoger la invitación de la Reina de la Paz a
la oración y a la conversión del corazón y
descubra de este modo la bondad infinita, la
belleza estupenda de Dios y el inmenso gozo
de vivir en Él, por Él, con Él, como Él, siem-
pre junto a una Madre Inmaculada.
Cristina Palici
¡Siempre nos llena de alegría!
Ya San Pablo escribía que hay más
gozo en dar que en recibir.
Cuando además se ejerce la caridad porque
hemos sido llamados por María y junto a
Ella, el gozo es aún más palpable. Y si junto
a la experiencia de caridad entre los pobres,
nos dejamos envolver por el amor de María
que nos conduce a una fuerte experiencia de
oración y de intimidad con Jesús, entonces
el gozo explota y nuestra vida es tocada pro-
fundamente. Los jóvenes especialmente.
Es lo que ocurre en nuestras
“Peregrinaciones de Caridad” en Bosnia.
Lo hemos vivido una vez más en la expedi-
ción de Fin de año en la que fuimos con 24
furgones cargados de víveres y otros bienes
de primera necesidad y más de 80 volunta-
rios, muchos de ellos jóvenes. Y pocas
semanas antes, con motivo de la fiesta de la
Inmaculada, los furgones fueron 30 y los
voluntarios aún más numerosos.
Todos los voluntarios vivieron momen-
tos conmovedores en los orfanatos, en los
centros sociales, en los centros para discapa-
citados, en los campos de refugiados, etc…
de Sarajevo, Mostar y alrededores. El grupo
de Génova fue a los dos Hospitales psiquiá-
tricos de Fojnica, se vistieron de payasos y,
con muchos globos, entretuvieron a varios
centenares de convalecientes, especialmente
niños y jóvenes.
Todo se completó luego en Medjugorje
con la larga adoración y la celebración euca-
rística de la gran vigilia de Fin de año, ade-
más de todas las demás ocasiones de ora-
ción, de reflexión, de experiencia del perdón
de Jesús en la confesión que ofrece ese lugar
bendito.
A la vuelta la alegría rebosaba en
todos, comenzando por los jóvenes.
Los sufrimientos y las humillaciones sufri-
das en las paradas interminables de las adua-
nas quedaron olvidados. Casi nadie pudo ver
a un vidente, pero también esto se superó,
porque todos sentimos y gustamos íntima-
mente la presencia de Aquélla que está muy
por encima de los videntes y que nos ayuda
a superar todos los sufrimientos y las humi-
llaciones.
Gracias, María, por haber podido
comenzar también este nuevo año junto a Ti.
Lo encomendamos a tu protección y quere-
mos vivirlo por completo a tu servicio.
Alberto Bonifacio
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Espíritu Santo que lo renueva todo, y nos
ofrece cada día al hijo Jesús en la Eucaristía,
dándonos la posibilidad de presentar en el
altar, junto a la suya, el ofrecimiento de
nuestra vida.
¿Es poco acaso? Podemos recibir y dar
el amor, utilizar los dones que Dios nos ha
entregado gratuitamente para nuestro bien y
el de los hermanos. Y podemos afrontar el
sufrimiento en la paz y en el abandono con-
fiado a la voluntad del Padre, seguros que
nada se perderá, porque él quiere nuestro
bien y nos acompaña a cada paso.
Todo está en la respuesta al amor, en la
propia decisión interior de dejarnos guiar
por Dios,
para que pueda transformarnos
interiormente y sanar todo lo que aún está
enfermo o no está iluminado por su luz.
Es el camino de una vida que se constru-
ye sobre pequeños y grandes “síes” de cada
día, esas opciones concretas que nos llevan
cada vez más cerca del Señor. Porque Él no
quiere que las dificultades y los proble-
mas de la vida nos aplasten; no nos entre-
ga nunca una cruz demasiado pesada,
que
no podamos llevar, sino que nos deja liber-
tad para escoger: si rechazarla y huir, o bien
Volved al fervor primitivo
Son las palabras de un canto que se ins-
pira en el famoso fragmento de san Pablo a
los Corintios conocido como el Himno a la
Caridad
(cfr. Cor 13, 1). Alguna vez las he
utilizado para acompañar la oración de ado-
ración eucarística; y mientras el alma alaba
a Dios en el canto, nos sumergimos en el
misterio del amor y de la donación total de
Cristo, que se entregó por completo por
nuestra salvación.
Quizás en ese momento nos pregunte-
mos: ¿cómo podemos seguirlo? ¿Podemos
vivir también nosotros el amor como él lo
ha vivido? ¿También nosotros debemos
morir en la cruz por amor?
El Evangelio
habla claro. Sobre todo en los capítulos 13-
17 del Evangelio de Juan, Jesús deja a los
Apóstoles y a todos nosotros su testamento
espiritual, resume el significado de su
misión de Hijo enviado por el Padre aquí a
la tierra y nos invita a seguir su ejemplo.
Dios Padre nos ha amado desde el seno
materno; nos da su bendición en todo
momento y nos protege del mal, confiándo-
nos a la protección de la Virgen, de los ánge-
les y de los santos. Está presente en medio
de nosotros con la fuerza vivificante del
Engendradora de Luz
La Reina de la Paz en sus mensajes nos
llama, con insistencia apasionada y en perfec-
ta sintonía con el Evangelio, a ser “Luz para
todos”
(Mens. 05.06.1986) y “a dar testimo-
nio en la Luz”
(ibídem), y también “a difun-
dir la Luz de Dios por todas partes”
(Mens.
02.06.1987). María nos pide en particular que
seamos “su luz” (Mens. 18.03.1988), para
“iluminar a todos aquellos que viven en las
tinieblas”
(ibídem).
Con expresión típica del Evangelio de
san Juan, del Apóstol que la Tradición y las
Escrituras indican como el más cercano a
María, la “Luz” se identifica con esa inago-
table corriente de Vida y de Amor sacrifica-
do de Dios que mana para siempre del
Corazón traspasado del Cordero Inmolado,
única auténtica fuente de Vida para las
almas y para el universo entero, verdadera
“nube luminosa” (Ez 13, 21) que guía al
nuevo pueblo de la alianza hacia el abrazo
con el Padre (cfr Jn 19, 35). Ésta es la luz
que ilumina la Nueva Jerusalén: “La ciudad
no necesita ni la luz del sol ni la luz de la
luna… porque su lámpara es el Cordero”
(Ap 21).
Es ésta la luz increada y vivificante que
María nos invita a llevar a multitudes de her-
manos inmersos en las pesadas tinieblas de
este tiempo, invitándonos “a ser el reflejo
de Jesús, que iluminará este mundo infiel
que camina en la oscuridad”
(Mens.
05.06.1986).
De hecho, Aquella que generó en el
tiempo al Verbo de Dios, única “Luz del
mundo” (Jn 8, 12), es hoy enviada por el
Padre para regenerar en los corazones y en
la creación entera la Vida inefable del Hijo,
verdadera “Luz de los hombres” (Jn 1, 4).
Sabemos sin embargo que el parto de
María no es en absoluto indoloro. Así, es
Ella precisamente quien, evocada en el “sig-
no grandioso” (Ap 12, 1) de la “Mujer vesti-
da de sol… encinta, grita por los dolores del
parto” (ibídem), y es quien el Padre envía
para guiar los ejércitos de los hijos de la Luz
en el combate decisivo contra los hijos de
aquel “dragón” “que seduce toda la tierra”
(Ap 12, 9). “Queridos hijos, deseo que
vosotros seáis hijos de la luz y no de las
tinieblas. Por esto, vivid lo que os digo”
(Mens. 25.08.1993); “Os invito, hijitos, a
ser paz allí donde no hay paz y luz donde
hay tiniebla para que cada corazón acepte
la luz y el camino de la salvación”
(Mens.
25.02.1995).
La presencia de la Reina de la Paz en
Medjugorje, de hecho, se sitúa en el signo de
un decisivo enfrentamiento espiritual con
las potestades multiformes y principados
de tinieblas
que hoy más que nunca tienen
encadenados los corazones de los hombres,
oponiéndose obstinadamente a los proyectos
de Vida de la Madre.
Éste es también el anuncio profético
contenido en el Libro del Apocalipsis: “El
dragón estaba delante de la mujer a punto de
dar a luz para devorar al niño apenas nacie-
se” (Ap 12, 4); a lo que hacen eco puntual
las palabras de María: “Yo estoy con voso-
tros…aunque satanás desee destruir mis
proyectos y detener el plan que el Padre
celeste desea realizar aquí”
(Mens.
25.09.1990).
Por esto el “Padre de la Luz” desea
asociar íntimamente a la misión de la
Madre,
para hacerlos partícipes de modo
especial del triunfo de Su Corazón
Inmaculado, a tropas de hijos elegidos desde
la eternidad para generar la Luz de Dios en
las almas y en el universo entero, convir-
tiéndose casi en una prolongación de la pre-
sencia viva de María entre los hombres de
este tiempo: “Id y entregad a los hombres la
luz de mi Hijo divino. Dádsela junto
conMigo con la oración y con el amor. A
través de vosotros deseo tocar todas las
almas y dar la luz a las más endurecidas”
(Mens. 18.06.1987).
Sin embargo, para que se realice el don
de esta altísima llamada, exige una respues-
ta de amor incondicional.
Ésta es la llave
preciosa que abre los sentidos del alma para
experimentar y acoger el río de Luz y de
Vida celeste que mana incesantemente del
Corazón del Altísimo. ¡Ésta es también la
condición decisiva para poder ser sus autén-
ticos portadores a los hermanos! “Hijos
míos, si vosotros no experimentáis esta luz y
no la veis, tampoco podéis darla a los
demás, mientras que esto es lo que Dios os
invita a hacer”
(Mens. 18.06.1987).
De hecho, es nuestro “sí” incondicional
a la llamada de la Reina de la Paz de unir
nuestra vida al ofrecimiento pascual del
Cordero Inmolado, el que hace que resplan-
dezca en nosotros de nuevo la paternidad de
Dios, convirtiéndonos en verdadera “luz”
“que ilumina la Nueva Jerusalén” (Ap 21,
21), aquella “ciudad santa que baja del cielo
resplandeciente de la gloria de Dios” (Ap
21, 10) y que ya brilla plenamente en el
Corazón Inmaculado de la Madre presente
en el mundo y que Ella, a través de la humil-
de respuesta de sus “queridos hijos”, desea
hoy expandir por el universo entero.
Por esto nos llama a convertirnos en
“esta llama en la noche que mostrará a los
demás la verdadera luz”
(Mens.
14.01.1989), para que ésta resplandezca en
todas las almas.
De este modo, la creación entera queda-
rá envuelta plenamente en la luz gloriosa del
Resucitado, para ser elevada en Él al abrazo
eterno del Padre: “Por esto, procurad que
vuestro abandono sea completo para ser
verdaderamente capaces de dar la luz a los
hombres que os rodean”.
(Mens.
18.06.1987).
Giuseppe Ferraro
abrazarla con valentía y confianza, respon-
der que sí y dejarnos guiar por él, que es el
Camino, la Verdad y la Vida, con una actitud
de profunda humildad.
A menudo estamos llenos de nuestras
ideas, de nuestros programas, deseos y pen-
samientos, y giramos en torno a nosotros
mismos, sin entrar dentro, en lo profundo,
donde el Señor quiere hablar al alma y
comunicarle su vida divina.
Ponerse en presencia de Dios en la ora-
ción, con profunda sinceridad y humildad,
siempre abre a algo nuevo. Podemos con-
vertirnos en instrumentos dóciles en sus
manos, dispuestos a partir y a implicarnos
por entero, para que en nosotros y a nuestro
alrededor se realice su plan de amor.
Entonces comenzamos a abrirnos como
flores a los rayos del sol, y todo nuestro ser
florece. El egoísmo y los intereses propios
dejan paso cada vez más a un amor puro,
limpio, que es tal sólo si se da de modo
incondicionado, sin otra pretensión. Pero
para purificarse debe pasar a través de la
cruz, y convertirse en ofrecimiento vivo,
pan partido para que otras almas reciban
la vida.
Entonces gozaremos juntos cuando
el Padre nos llame junto a sí para gozar de
los bienes destinados a aquellos que han
amado.
Chiara Piccinotti
“Amar es entregarlo todo, entregarse completamente…”
7
background image
Villanova M., 8 de marzo de 2005
Resp. Ing. Lanzani - Tip. DIPRO (Roncade TV)
Para nuevas suscripciones o para modifica-
ciones
en la dirección escribir a la Secretaría
del Eco
CP 27 31030 BESSICA (TV)
E- mail: info@ecodimaria.net
Que en el desierto María
nos siga con su mirada.
Mantengámonos firmes en la certeza
de que incluso desde lejos,
con su intercesión,
no nos abandona.
Que el Señor nos bendiga.
Los lectores escriben
Sor Mary Elizabet de Kenya
Recibid mi gratitud por vuestro Eco de
María, lleno de inspiración. Procuro que
llegue al mayor número de personas posi-
ble. Que la Virgen reúna a tantos hijos que
tienen dificultades para encontrar el camino
que lleva a Dios.
B. Capulong de Filipinas – Recibo
regularmente vuestro periódico y estoy
muy agradecido. Verdaderamente, me ayu-
da a profundizar en mi fe y mi devoción a
la Virgen. Lo leo todo y me inspira mucho.
Espero que el Eco pueda tocar a otras per-
sonas como lo ha hecho conmigo. Es un
auténtico don de María.
Hector Tessera de Argentina –
Cálidos saludos de paz y bien a todos voso-
tros. El Eco es formidable y es una gran
riqueza para mi vida espiritual y la de mis
hermanos con los que comparto el periódi-
co. Que la Madre del Cielo y nuestro Señor
os bendigan generosamente.
M. Fogarty de Irlanda – Muchas gra-
cias por el Eco que recibo de un distribui-
dor en Irlanda. Lo espero siempre con ansia
y espero que continuéis produciéndolo
siempre y enviándolo.
Mr. S. Scally de Irlanda – El Eco es
maravilloso: un fruto de Medjugorje; un
arma espiritual para el mundo de hoy tan
secularizado. Que el Señor y la Virgen ben-
digan siempre vuestra obra.
F. Cardani de Canadá – Gracias por el
Eco de María, un don precioso y muy
importante.
Thadius Lignei de Papua Nueva
Guinea – Gracias por el Eco de la Virgen.
Lo leo con mucha atención; me ayuda espi-
ritualmente.
Meter Luk de Malasia – Que Dios os
bendiga a todos por el trabajo maravilloso
que realizáis al producir el Eco de María.
Sor B. Callaghan de Inglaterra –
Incluyo un donativo para mi Eco, que con-
sidero un verdadero tesoro. Que Dios os
bendiga. Os ruego que no dejéis nunca de
producir el Eco.
Sor Vitalba Motolese de Scutari,
Albania – Doy gracias infinitas porque
recibo el Eco de María, una revista intere-
santísima; la distribuyo a la gente, que la
siguen con placer, o más, la esperan con
gozo. Junto a las hojas escritas en albanés,
les agradecería que incluyeran algunos
también en italiano para muchos italianos
que viven en Scutari y les gustaría tenerlo.
Giuliana Maragna de Padua, Italia:
Quería dar gracias a la Virgen que os inspi-
ra en la confección de este periódico que es
una auténtica bendición para todos los que
tienen la gracia de poder leerlo. Así me
ocurrió a mí, en una peregrinación a
Medjugorje que leí por primera vez los
mensajes de María. Sentí todo el amor de la
Madre Celeste.
Eco en Internet:
http://www.ecodimaria.net
Suscripciones: info@ecodimaria.net
E-mail redacción: ecoredazione@infinito.it
El Eco de María es gratuito y vive sólo de
donativos
que pueden hacerse por
CORREO:
Las donaciones pueden hacerse mediante
GIRO POSTAL INTERNACIONAL
a favor de
"Eco di Maria" CP 27
I-31030 Bessica (TV) Italia
o por VÍA BANCARIA:
Associazione Eco di Maria
Banca Agricola Mantovana (BAM)
Agenzia Belfiore
Codice IBAN:
IT 02 Z 05024 11506 000004754018
Qué bellos son los pies…”
Algunas palabras a los distribuidores del
ECO
No es sólo el aprecio del que, al recibir
una buena noticia, alaba el camino de quien,
con esfuerzo, le ha traído esa noticia. Es la
explosión de alegría que tenemos cuando
una Palabra de Dios llega hasta nosotros.
Una noticia que cambia algo de nuestra exis-
tencia cotidiana.
No sólo Dios se acuerda de nosotros y
nos alcanza con su atención, sino que viene
a nosotros a través de una persona que es su
instrumento.
Así pienso que son los colaboradores del
Eco que distribuyen el Eco a muchos her-
manos y hermanas: hombres y mujeres de
todas las edades y condición que aunque sea
por poco tiempo (pero a menudo con mucho
sacrificio) se convierten en instrumentos de
esta comunicación de vida.
E imagino también que éstos no realizan
este servicio con angustia, sino con la emo-
ción de quien se sabe portador de algo pre-
cioso.
La palabra de Dios es preciosa
Estoy convencido de que cualquier
anunciador del evangelio debe partir de ahí.
Recuerdo muy bien el tiempo que nuestro
don Angelo pasaba delante de la Sagrada
Escritura y cómo años de familiaridad con
las palabras inspiradas lo prepararon, en el
silencio, para generar el Eco. Pero cada vez
me doy más cuenta de lo eficaz que es –
cuando se predica - citar ejemplos concre-
tos, personas que se fían de Dios, de sus
invitaciones y ven cómo cambia su vida. El
plan de Dios sobre ellos se realiza. Y se con-
vierten en una palabra viva, visible.
Una palabra humilde, aún en camino
ciertamente, pero viva, capaz de comunicar
esta presencia.
Cuando nosotros leemos el Eco no reci-
bimos solamente mensajes o reflexiones,
sino una experiencia. Quien escribe los artí-
culos sabe que es así, quien los imprime
también. Incluso la secretaria cuando me lla-
ma consigue transmitirme esta riqueza. Y no
hablo de quien trabaja en el envío tocando
los problemas más materiales. Es allí que la
Palabra mediada por la experiencia de una
Madre se encarna hoy. Y nosotros que lee-
mos el Eco recibimos todo esto.
Salir al descubierto
Hay un eslabón de esta cadena que mere-
ce una atención especial: los distribuidores.
La palabra distribuidor ciertamente empo-
brece su papel, pero hoy está tan afianzado
que lo aceptamos así, sabiendo sin embargo
que detrás de esta pobre palabra se esconde
algo más importante.
Aceptar llevar el Eco es un paso último
irrenunciable de este recorrido de gracia que
me aventuro en llamar “apostólico”.
El distribuidor sabe que realiza un servi-
cio porque el primer beneficiado es él (o
ella) mismo/a. Por eso tiene la necesidad de
leer el periódico antes de distribuirlo para
encontrar “la palabra para mí” y, si fuera
necesario, rogar a Dios y a su Madre para
que activen en mí las disposiciones necesa-
rias para este apostolado. No estoy diciendo
que haya que ser ángeles, pero – conscientes
de nuestros límites – instrumentos. Y como
cada instrumento se procura usar bien para
que su función sea eficaz, así también noso-
tros, nos dejaremos “utilizar bien” por Aquel
que nos ha llamado.
Una sabiduría justa
También en la “distribución” del Eco ten-
dremos la precaución de evitar llevarlo tor-
pemente tal como ocurre con la publicidad
que encontramos en el correo. Esto conlleva
una disipación de medios. Por ello comuni-
car con precisión las variaciones de número
o los problemas de nuestro servicio nos lle-
vará sin duda a una distribución mejor. Si
logramos mostrar nuestro rostro a los lecto-
res podremos comunicarles mucho más.
¡Me gusta saber que hay gente que cree
en el servicio que realiza y por esto confío
en que estos pensamientos nos ayuden a sen-
tirnos realmente como una gran familia!
Gracias, distribuidores del Eco.
Don Alberto Bertozzi
También en este número seguimos ape-
lando a los lectores de buena voluntad que
quieran contribuir con su donativo al mante-
nimiento del Eco. Como ya indicamos en
números anteriores, los gastos de gestión
corren el riesgo de superar las entradas que
la Providencia nos envía a través de la gene-
rosidad de muchos, a los que, además, que-
remos transmitir toda nuestra gratitud.
Tenemos la certeza de que podremos
continuar serenamente nuestro trabajo con la
ayuda de Dios y con el esfuerzo de todos.
El Personal del Eco
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